DESDE EL MÁS ACÁ
Deja su rastro tal y como si todos los suelos, de todos
los mundos, le perteneciesen. Como si el Prado fuese su casa, y los rostros que
vio emblanquecidos, enmarcados por quien sabe que artesano hecho cenizas fuesen
el empapelado de su pared. O eso piensa, viendo las postales del Portugal junto
a los anuncios de Louis Armstrong en Berlín, y esos cachivaches moriscos que le
parecieron tan interesantes, esas bóvedas repletas de cerámicas, rotas y también
pintadas, y que quizás fue el brillo de los altares bañados en oro los que
emblanquecieron los retratos del Prado.
—Estás tan lejos. Repite una voz cerca de su oreja. —Estaba.
Le responde. Que le da lo mismo volver o no volver dice secante. A lo que la
voz le grita —Mentira. Que el rastro en verdad es el mundo en ti, y no es tu
rastro en él. Que son las noches mirando La Almudena vacía, o el domingo en la
mañana despertando para perdernos más tarde cerca de La Plaza del Cascorro. —¿Te
has puesto de nuevo la corbata esa, la qué compraste con mi euro? Le dicen que
obvio, que, así como tu llevas puesta aquella camisa y no te la sacas. Que la Puerta
del Sol sigue igual, y hay uno que otro vuelo diario con el que aterrizar cerca
de alguno de esos puentes que tanto gustaron, el azul ese altísimo o el verde
que me dibujaste. —¿No te da pena amor mío? Dice la voz preocupada —Me quedaran
pendientes, pendientes. Por ahora te dibujaré una par de puentes, otros más, de
los que quedan cerca del fin del mundo, y pensaré un rato en el roscón del Capellanes,
o en esos pueblos congelados cerca de Praga. Hacía tanto frío que en los
congeladores era verano y mi rostro cansado ahora me dice que es momento de
continuar.
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