LA LEY DEL DESEO

 

Desbordar en deseo solo lleva a un sitio. Más allá de la línea que rompe el hielo, más allá de aquel primer beso, roce o caricia que quiebra la abismal distancia, existe un lugar impostergable. Después de unirse los cuerpos, después de declarar abiertamente la posición de desear, como diciendo cosas; como que soy capaz de ser tu sombra, tu colchón, tu abrigo y tu amante, o que anhelo alimentarme de tu sangre, ser un tigre y vivir de tu carne, aquel asfixiante frenesí nos orilla a un desenlace solo inexistente en el imaginario. En ese breve instante frío en el que poseer no es una necesidad sino más bien un delirio, es cuando nos damos cuenta de la condena a la que nos hemos orillado, porque sin falta, porque sin desdén la ley del deseo es que la intensidad nos promueve a un memorable final. No ha de estar necesariamente a la vuelta de la esquina, puede pasar una semana como cien años, como doscientos, pero la ley del deseo es que aquel momento cúspide de la locura, de amar vendado y con ganas no medidas decir que, a como de lugar debo ser el dueño de cada momento de tu vida y tu ser incapaz de dedicar tiempo, vida, y sexo a otro que no sea yo. Porque el deseo es sinónimo de locura, éxtasis que hace tiritar el cuerpo sin previo aviso, sin tu presencia, con el hecho de pensar en la existencia de tus labios, de ti. Transversal mal es el deseo, que vuelve devotos a los hombres, excesivos. Es por eso por lo que el deseo es castigado, porque desear suele ser transformado en insolencia y de cierto modo lo es, porque reta a la fe el movimiento de montañas, porque en su defecto no hay hombre más servicial que aquel que desea, porque el deseo nos vuelve egoístamente avispados. El deseo acaba en la desgracia, mínima o exagerada, tan exagerada como lo es la muerte, o como lo sería acabar rodeado, tan mínimo e inofensivo como puede ser con el tiempo un corazón roto, pero jamás se le es indiferente al desenlace del deseo, porque si no sucede nada, después de tres o como doscientos días, es porque jamás se deseó, y el anhelo nunca fue devoto, ni las ganas serviciales, ni la mente obispa del fervor de alimentarse de esa carne. Porque el deseo es devoto, estrictamente intenso es el deseo.








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