REFLEXIÓN DE UN ESQUELETO AL CUAL LA MUERTE SE OLVIDÓ DE GUIARLO AL PURGATORIO
No soy más que un puñado de
huesos. Dispersos. Sueltos. Un puñado de huesos sobre un campo de sal y arena. Amarillento,
y tan infinito como se puede imaginar. Y es la misma sal la que poco a poco
trata de deshacerme, junto a los rayos del sol que patéticamente tratan de
quemarme. Hoy por hoy soy un ser imaginado. Único en su especie. Un puñado de
huesos que, sin explicación aparente, no han podido perder su alma.
Daría todo el oro del mundo
por perder mi alma y abandonar este deceso cuyo fin parece no aproximarse
nunca.
Porque si bien la sal me carcome
y el sol de una forma que llega a ser tierna trata de sofocarme. No logro perecer.
Y es en esta posición derrotada
y a la vez conformista que he perdido la cuenta de los días, de las noches que
han pasado desde que la carne me abandonó completamente, desde que perdí mi
corazón, mis pulmones, la piel y mi armazón quedó desnudo. He perdido la cuenta
de los amaneceres que he visto sin ojos, de las veces que escuche sin tímpanos el
canto de los buitres. Y es en este estado que he pasado de estar sumergido en
la total locura a recuperarme milagrosamente. Soy un esperpento, una anomalía. La
muerte se olvidó de mí, de llevarse mi espíritu. Soy un puñado de huesos conscientes,
que tiene tacto sin nervios, que es capaz de olfatear el páramo sin nariz.
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