LA MUERTE DE LA REINA

 

El verde de los árboles. Una imagen tuya. Sombras y troncos bordean un camino sinuoso. El brillo de tu pelo. Solo veo el registro de unas huellas, huellas enormes de bestias que vivían; tal vez cuando las aves dominaban el cosmos. Tu ropa alrededor de tus pies. No es mejor un cielo gris que un cielo azul, o tal vez uno azul grisáceo. Tus pies entrando a la tina, son tus labios más rojos bajo esta luz. Pongo mi mano sobre las huellas, qué pequeño es el mundo, que pequeño el hombre comparado a las bestias. Lagrimas caen desde tus ojos y se mezclan con la espuma, el vapor, el agua tibia. La selva luce menos espeluznante cuando estás dentro de ella. Solo veo la sombra de tu pecho y las burbujas que desprende tu respiración bajo el agua. Las hojas crepitan, mis pasos dejan llamas. Me atrevo a tomarte, a sacarte de la marea, como si estuviera naciendo venus de nuevo. El bosque comienza a arder. Con una toalla tanteo tu recta provincia, seco los rastros del primer elemento. El cielo arde tras de mí. Me levanto desde el frío de los azulejos, miro tus ojos. Miro el reflejo de mi rostro sobre el cauce de un río, veo la corriente fluir. Arde tras el espejo un espectro rojo. Dejo caer mi cuerpo. Hundo mis manos entre tu cabello. Me fundo, me dejo morir. 



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